No perdamos la paciencia durante la crisis de Covid-19
Pilita Clark
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Pilita Clark
Nunca había oído hablar de Heather Wheeler antes de mayo y es posible que nunca vuelva a saber de ella. Pero creo que siempre recordaré mi primera impresión de la diputada conservadora británica, cuya pantalla de la computadora de repente se quedó en blanco el otro día mientras estaba sentada en un escritorio vistiendo un collar de perlas, tratando de comunicarle a la Cámara de los Comunes virtual sobre la buena respuesta de sus electores a Covid-19.
La respuesta de Wheeler al problema técnico fue muy similar a lo que imagino que podría haber sido la mía. Dejó de hablar, lució furiosa, y luego murmuró tres palabras que cualquiera que vio la transmisión escuchó al instante: “Carajo maldita sea”.
Podría haber sido peor. De hecho, fue sin duda peor unos días antes en Gales, donde una diputada sin cargo del partido laborista llamada Jenny Rathbone, le preguntó al ministro de Salud laborista, Vaughan Gethling, sobre el progreso con respecto a varios asuntos relacionados con la pandemia en otra reunión pública de Zoom.
Gethling respondió con calma y luego, creyendo que había apagado su micrófono, explotó en una diatriba -con algunas groserías- sobre Rathbone en la que preguntó, más o menos, ¿qué demonios le pasaba?
Lo primero que hay que decir sobre momentos como éstos es que es sorprendente que no ocurran con más frecuencia. Es bastante difícil estar a cargo de una reunión en el mejor de los casos. Intentar hacerlo en línea desde tu hogar, con una conexión de banda ancha ni remotamente adecuada y una comprensión limitada de cómo funciona una videoconferencia es casi imposible. Lo mismo se aplica a aquellos de nosotros que no estamos a cargo, excepto que la banda ancha generalmente es peor.
También es un alivio ver algunas de las manifestaciones muy humanas de exasperación que han estallado desde que la pandemia se apoderó de nuestras vidas, después de ver años de presentaciones ensayadas y sofisticadas de profesionales en la vida pública.
Varios amigos me han dicho que sintieron mucha simpatía por Matt Hancock hace unas semanas, cuando el secretario de Salud británico perdió los estribos con un entrevistador de radio de la BBC, quien estaba haciendo preguntas sobre el manejo de la crisis por parte del gobierno. “¡Permíteme por favor! ¡Déjame terminar la respuesta!” gritó Hancock, tragando audiblemente un adjetivo que de otro modo podría haber pronunciado antes de la palabra “respuesta”.
Las cosas siempre iban a ser difíciles para un ministro de Salud en un momento como éste, pero ¿qué pasa con el resto de nosotros? Un aspecto inusual de esta crisis es su capacidad para desencadenar niveles asombrosos de problemas económicos y de salud que, como el virus en sí, son en gran medida invisibles.
No nos sobresaltamos debido a bombas o sirenas de ataque aéreo, sino por las listas diarias de estadísticas que registran sombríamente las vidas y los trabajos perdidos. Somos conscientes de que algunos de nosotros hemos sido afectados por el dolor o la ansiedad financiera. Pero a menos que conozcamos personalmente a estas personas, o veamos un relato de sus historias, es fácil ignorarlos. Es posible que las circunstancias del hombre frente a ti en una fila en la panadería, o de la mujer al otro lado de una videollamada en el trabajo, no sean en absoluto lo que parecen.
Esto significa que la crisis es una receta perfecta para provocar nuestra ira y una buena razón para controlar tu temperamento si es posible. Este no es el momento de enviarle un correo electrónico iracundo a un colega en el trabajo sobre un error que haya cometido. Es un momento para esperar tanto tiempo como sea posible y recordar una lección indispensable que Warren Buffett dice que aprendió hace 40 años: siempre puedes decirle a alguien que se vaya al infierno mañana. De esa manera, lo que se comunique hoy, probablemente sea mejor tanto para quien envíe, como para quien reciba el correo electrónico.
Éste tampoco es el momento de gritarle a un mal conductor o criticar a un trabajador lento en la caja registradora del supermercado. En realidad, nunca es una buena idea criticar a alguien que realice ese trabajo, como Mary Greenham puede decirte. Greenham es una agente de deportes y medios de comunicación cuyos clientes incluyen a Martina Navratilova y el locutor británico Andrew Marr.
Su trabajo se acabó cuando llegó el coronavirus y ahora trabaja en su supermercado local, llenando estantes, limpiando pisos y trabajando en las cajas. Lo más difícil, le dijo a un entrevistador de radio la semana pasada, era “el cansancio total” que sentía después de estar de pie todo el día.
Al escucharla hablar, era imposible no sentirme conmovida por su humildad y su buen humor, y por la idea de que antes de que termine esta crisis, podría haber innumerables personas como ella.